Por Abraham Calderón/LaConnota.
La historia de Jorge no es excepcional: es representativa de miles de familias que viven atrapadas entre la violencia y las dificultades económicas. “Básicamente estás en medio del fuego”, dice, y esa frase resume la sensación de vulnerabilidad que atraviesa la vida en muchos estados del país. La idea de que cualquier persona, sin tener relación alguna con el crimen organizado, pueda convertirse en víctima colateral es quizá una de las cargas psicológicas más pesadas de la población. La vida pública, los trayectos diarios, las reuniones familiares y hasta celebraciones tradicionales como el Día de Muertos se ven atravesadas por la sombra de la violencia.
La muerte del alcalde de Michoacán, mencionada por Jorge, fue un punto de quiebre emocional para él y para su comunidad. No solo porque ocurrió en una fecha simbólica, sino porque la víctima “iba en contra de la inseguridad”. Ese detalle, dice, es lo que más indignó: la idea de que incluso quienes intentan mejorar las condiciones de la población, quienes se oponen a los grupos criminales, terminan siendo asesinados sin que haya una respuesta contundente del Estado. Este tipo de asesinatos, a su vez, refuerza la percepción social de que la violencia no distingue, no perdona y no respeta ni siquiera los espacios comunitarios.
Esa percepción es reforzada por lo que Jorge llama “narcopolítica”. Lo explica sin rodeos: “Ya está documentado que narcotraficante y político trabajan juntos.” Esa afirmación, aunque proviene de su experiencia personal y de lo que observa en su comunidad, sintetiza un sentimiento colectivo de desconfianza hacia las instituciones. Cuando la población percibe al sistema político como penetrado por intereses criminales, la legitimidad de las autoridades se debilita, y con ella, la sensación de seguridad de la ciudadanía. Esa desconfianza se traduce en protestas, pero también en miedo: muchas personas tienen temor a denunciar, a participar en marchas y, en algunos casos, hasta a hablar del tema.
La manifestación masiva que menciona Jorge, convocada en la Ciudad de México, es un reflejo de ese cansancio. Muchas comunidades sienten que la única forma de ser escuchadas es salir a las calles. La protesta pública se convierte en un acto de dignidad, pero también en un mecanismo de defensa emocional frente al miedo. Para muchos mexicanos, marchar no es solo exigir justicia; es demostrar que no se resignan a vivir silenciados o paralizados por la violencia.
En paralelo a la crisis de seguridad, Jorge describe otra batalla cotidiana: la económica. La inflación y la pérdida de poder adquisitivo trastocan los hábitos básicos. “Todo está muy caro”, repite, como si lo dijera no solo desde la cabeza, sino desde el cansancio del bolsillo. La comparación del precio de las tortillas —de 15 a 25 pesos— es un ejemplo simple pero poderoso: el aumento en productos esenciales deteriora de forma directa la calidad de vida. Para un hogar de cuatro personas, cada incremento se multiplica hasta convertirse en una tensión constante.
La pérdida de su empleo durante la pandemia marca un antes y un después. “Tenía un trabajo estable y lo perdí”, afirma. Ese hecho no es aislado: miles de trabajadores en el país vieron desaparecer sus ingresos formales y tuvieron que adaptarse a formas de trabajo más precarias, informales o temporales. En ese contexto, sostener una familia implica decisiones difíciles: priorizar unos gastos y postergar otros, reducir consumos, renunciar a actividades y buscar alternativas que permitan “llegar a la semana”.
Jorge reconoce ese ingenio forzado cuando dice: “Uno se las ingenia para mantenerse con lo poco que gana.” Esa frase, que mezcla realidad y resignación, es también un mensaje de resistencia: la gente continúa buscando soluciones, aunque el entorno parezca deteriorarse. Pero la resiliencia no debería convertirse en una obligación permanente. Para Jorge y muchos como él, el peso emocional de sostener a la familia bajo tensión continua es casi tan fuerte como el peso económico.
La suma de inseguridad, inflación y precariedad laboral genera un tipo de estrés social que se extiende más allá del hogar. Afecta la convivencia, la salud mental, el rendimiento laboral, la educación de los hijos y la cohesión comunitaria. Muchas familias reducen salidas, evitan ciertas zonas o cambian rutinas por miedo a quedar atrapadas en situaciones de riesgo. La vida pública se retrae, y con ello se pierde algo fundamental para cualquier sociedad: la confianza en que los espacios compartidos son seguros.
En el testimonio de Jorge hay también un duelo silencioso por la vida que tuvo antes de la pandemia y por la estabilidad que perdió. Ese duelo se expresa en frases simples: “Ya no gano lo mismo que antes”, “Se me ha hecho muy muy difícil”, “Sería fácil si fuera uno solo”. Cada una refleja no solo la carga económica, sino también la carga emocional de sentir que, pese al esfuerzo, la vida se ha vuelto más cuesta arriba.
Sin embargo, en medio de la frustración hay una voluntad que resiste. Jorge no habla de rendirse; habla de seguir, de organizarse, de buscar soluciones semanales. Ese impulso, esa capacidad de seguir avanzando aun en condiciones adversas, es uno de los rasgos más fuertes y más invisibles de la vida cotidiana en México: la resiliencia silenciosa que sostiene a miles de hogares.
La historia de Jorge es un espejo. Muestra lo que ocurre cuando la inseguridad se normaliza, cuando la economía deja de alcanzar y cuando la política parece desconectada de la vida diaria. Pero también muestra algo más: una población que sigue luchando por mantener a sus familias, por buscar estabilidad y por no perder la esperanza, incluso en medio del cansancio.




